Dos apuntes para una defensa a favor del golf.

                                                                                                                                   

Habríamos de ponernos en guardia toda ocasión que alguien aproveche para razonar una afición en particular, sobre todo si el gusto en cuestión se trata de la superioridad de un deporte sobre otro. Difícilmente se puede explicar el gusto por un deporte arguyendo motivos pasionales. Vaya, se puede, y de hecho, se hace; pero dudo mucho que quienes se toman la molestia —por lo general sin siquiera habérselos preguntado— adviertan que el asunto se desmorona a medida que caemos en cuenta de que tales razones bien pudieran aplicarse a cualquier otro cosa que resulte de nuestro agrado: una banda de Metal, los cereales, las películas de DiCaprio.

 

¿Qué cosa, qué argumento podría justificar nuestras aficiones sin que éstas pudieran pertenecerle a algo más? ¿Qué propiedades posee el golf que no podamos encontrar en ningún otro deporte? Más allá de las diversas obviedades que los golfistas (amateurs) pudieran vociferar —«me relajo con los amigos», «hago relaciones públicas», «el ejercicio es agradable», «es un deporte de mucha concentración»—, el golf contiene una dimensión, que si bien es afín a muchas prácticas deportivas, reformula el uno versus uno: el golfista sobre el green.

 

Si bien he dicho en otra parte que el golf se hace de compañías desafortunadas, no deja de ser un juego de un uno contra uno perpetuo, quizá emparentado con el box o el tenis. Salvo en algunas modalidades de torneo, el golfista permanece en disputa contra todo, pero de uno por uno, nunca de a montón. El golfista en el green es un pitcher en la novena baja y con la cuenta tres y dos; el golfista en el green es el tiro libre del basquetbolista con el reloj en ceros; el golfista en el green es el gol de campo de la victoria en el Supertazón; el golfista en el green son los últimos diez segundos del doceavo round; el golfista en el green es un matchpoint y la última flecha del arquero. Todos los golfistas en el green son Roberto Baggio en la final del ’94.

 

Al golf lo habita un ímpetu crucial en cada pegada. El golfista enfrenta al green, casi siempre, dieciocho veces: ¿existe algún deporte que tenga un tiro fundamental tantas veces en una sola partida? ¿hay alguna otra competencia en la que un momento decisivo se presente con tanta recurrencia? Habríamos de pensarlo con tranquilidad y no responder de manera precipitada, aunque ya se sepa de antemano que todo pase, lance, tiro, golpe o bolea configuran el destino final. En el golf hay, por lo general, setenta y dos oportunidades para coronarse. Forzosamente, cada uno de los golpes tiene que estar concatenados, pues el que sigue depende del anterior y el que sigue del anterior y el que sigue del anterior también. En este sentido, el golfista se parece más al jugador de billar porque, en el resto de los deportes, ni son todos ni es siempre.

 

Pretextar pasión para justificar una afición es, además de una terrible terquedad, aburridísimo. Un discurso del gusto razonado acaso más atendible constaría en afirmar que el golf entraña una tensión imperecedera, abatiendo toda competencia que focalice su punto de interés en la recta final. Pese a que las discusiones deportivas de sobremesa tiendan hacia el respeto por los gustos de los demás —civilidad a mi parecer insultante: «pues ya cada quien», «en gustos se rompen géneros», «tú a lo tuyo y yo a lo mío»—, seguiré recordando el hoyo dieciséis del Masters del 2005, aquel chipping de Tiger Woods, por lo menos para explicarme a mí mismo ésta afición que me trae con tanto pendiente. Ya va siendo hora de ir aceptando que para el golfista, por lo menos para el golfista amateur, el que juega disque porque le gusta, el desasosiego supera por mucho al júbilo.