
El golfista que vendrá.
29/04/2014 I Eduardo Aguirre | Ver más entradas

El golfista que vendrá
Al aplomo de los años que sea que tengamos —los que sean—, la tragedia de la vejez radica en la misma juventud. No es que uno lamente ser viejo, sino que se reprocha haber sido joven y haberlo dejado de ser, que no es lo mismo. De ahí los excesivos sollozos que emanan las ensoñaciones hacia glorias pasadas, que no hacen más que revalidar aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, y de paso, para amolarla, terminan por corroborar la edad de la que uno se siente, que seguramente, si ya andamos en éstas, la ponderaremos como avanzada.
Aquello de que la edad es mental —por más que en algún momento lleguemos a tomarlo por cierto, y que sospecho fuertemente que será un lugar en el que anidaré tarde o temprano— ya sabe a placebo más que otra cosa. Esa triste obstinación de que uno está tan viejo como crea estarlo ya no nos libra de la sensación angustiosa de que los días están pasando y uno en realidad no los está haciendo rendir, pues lamentablemente nos encontramos a merced de pruebas irrefutables sobre cómo pasa el tiempo: de repente estamos a unos cuantos días de otro mundial, los artículos de los informerciales nos seducen, con mayor recurrencia corremos a la farmacia por otro omeoprazol.
La conmoción que causa saberse curtido en años —ya no voy a decir viejo, pues no quiero que se entienda que me estoy refiriendo a la senectud únicamente— atrae consigo toda clase de cursilería en torno a la voluntad, como eso de que el que quiere puede o el que persevera alcanza, cuando en realidad incurrimos en una terrible imprecisión: bastaría recordar la abrumadora rueda de prensa en la que Ronaldo pronunció la escalofriante verdad del deportista: «No me retira la mente sino el cuerpo». El fenómeno, que para colmo de romanticismos anunció su retiro el día de San Valentín del 2011, a sus treinta y cuatro años y con un barrigón traicionero, reconoció con lágrimas sus propias limitantes, demostrando con contundencia que hay casos en donde uno por más que quiera no puede, y no podrá.
Ahora bien: hay que aclarar inmediatamente que los tiempos lógicos (que no cronológicos) del golfista son enteramente distintos a los de cualquiera que practique un deporte de contacto. Para cuando el golfista profesional admita lo que Ronaldo habrán pasado, si le va como al Jack Nicklaus, con todo y sus actuales problemas de cadera, más de sesenta años, y no se le ven ganas al Oso Dorado de siquiera sugerirlo, por lo menos como forma de esparcimiento. Estamos hablando de que si el golf es amigable en algún aspecto sería con respecto a la longevidad que le permite a sus fanáticos jugarlo.
Y lo que es incuestionable es que en todos sus años de trayectoria el golfista habrá cometido la imprudencia de ser un atrevido veinteañero con hartas ganas de vencer a los más experimentados; y suponiendo que tal insolencia haya sido ejecutada con maestría, qué duda cabe, habría corrido con la mala fortuna de ser instituido como joven promesa, estigma que difícilmente extraviará la memoria colectiva del golf. La joven promesa es el golfista que vendrá a romper todos los records, a coronarse en todos los campos, tendrá el putt de Tiger, la clase de Ballesteros, la precisión de Vijay, la regularidad de Palmer, el desenfado de John Daly, la potencia de Bubba y el ojo de Gary Player. Pero las mejores promesas, lo sabemos, jamás se cumplen.
El prototipo de la tragedia es, por supuesto, Sergio García, golfista que no suscita ni la más leve polémica actualmente, claro está, siempre y cuando no sea por el comentario racista del pollo frito que escupió el año pasado. A pesar de todo, es pertinente mencionar que Sergio García es número ocho del mundo y amontona trofeos en su sala, pero también es ineludible hablar de Sergio García sin traer a cuento el British Open del 2007, cuando teniendo el putt ganador de su primer torneo grande, y tras ir liderando la competencia desde el jueves, la bola tambaleó dramáticamente en la boca del hoyo alejándolo de la única chance real que tendría para coronarse. Sergio se llevó el bastón a la frente, cerró los ojos y negó para sus adentros el acontecimiento. Lo que estábamos viendo en realidad era la postal que caracteriza a Sergio García cuando en el golf define a los golfistas con mayúscula y los golfistas con minúscula. El resultado del playoff lo conocemos de memoria: Sergio García, en los cuatro hoyos de desempate, se hundió solito con dos boogies, dejando a Padraig Harrington ser el primer europeo en casi diez años en ganar el torneo más prestigiado del tour. Sergio García pudo haber sido Padraig Harrington, pero eligió ser Sergio García, y no ha dejado de serlo desde entonces.
A diferencia de jugadores que ocasionalmente tienen los reflectores encima, los fracasos de la joven promesa se miran en retrospectiva, se circunscriben no sólo a lo que hizo mal, sino a todo lo que ha dejado de hacer. Sus derrotas se magnifican en proporción a las posibilidades que él mismo levantó, mientras que sus esporádicas victorias engrendran una nueva tolvanera de laureles similares a las que recibió la primera vez. Sergio García, junto con mucho otros que la memoria ni recuerda —pues por lo general quienes no dieron el salto son condenados al olvido: ¿quién se acuerda, por ejemplo, de David Duval?—, fueron prospectos malogrados como lo son muchísimos deportistas en temporadas posteriores a su reclutamiento o profesionalización. Corrieron con la mala suerte de haber sido jóvenes y promesa al mismo tiempo, pues la juventud es un halago que se va pronto, y un deportista debe poseer otros talentos aparte de la corta edad.
Hay, desde luego, excepciones maravillosas: LeBron James, Peyton Manning, Lionel Messi o hasta los mismos Adam Scott, Rory McIlroy y uno al que le tengo mucha fe pero que lleva un rato desaparecido: Anthony Kim. ¿Y quiénes vendrán después de ellos? La respuesta tiene la menor importancia. Dejemos las urgencias generacionales a los arrebatos proféticos que procuran John Sutcliffe y sus secuaces. A todo esto, esperemos que no sea el caso del mexicano Carlos Ortiz. Pero si así fuese, pues ya qué, qué otra le quedaba.