
Footie
21/07/2014 I Eduardo Aguirre | Ver más entradas

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Footie
Al golf no se llega por cuenta propia. Al golfito sí, quizás, pero al golf no se llega por cuenta propia, pues de entrada, por lo menos en México, no es un deporte con canchas públicas, ni con programas universitarios, ni empujes gubernamentales, ni de costos accesibles, ni siquiera incluyente. Jugarlo en la cuadra resulta ante todo y sobre todo un ejercicio de imaginación guiada. El golf es de los pocos deportes donde hay cover, cadena y membresía. Al hervor de este tufillo aristócrata que emana desde el estacionamiento de los campos, el golf es un deporte que ahuyenta más de lo que convoca.
Lo anterior, lo sabemos todos, no es ningún secreto, pero tampoco es ninguna preocupación. El golf amateur es propenso a confundir pertenencia con competencia, vulnerable al arribismo y al status quo. La práctica del golf se ha amurallado de reservas excesivas, y precisamente en la perpetuación de sus restricciones ha terminado por excluirse él mismo, por ejemplo, esperando ciento doce años para volver a estar en unas olimpiadas. El golf es un deporte para quienes puedan pagarlo, y si a esto le aunamos el altísimo grado de complejidad de su técnica, el número de participantes queda reducido, en México, a una superestrella por generación. México produce laterales, centrocampistas y porteros, no golfistas. Un deporte que antes de entrar ya te está sacando no genera salvo reticencia.
No conocemos un golf que no sea privado, por tanto, las historias entrañables que habitan el resto de los deportes es bastante complicada aquí. Si bien no se nace sabiendo jugar, sería una imprecisión afirmar que tenemos jugadores que nacen de cero, jugadores autodidactas que se forjaron a la luz de su propio entendimiento. Habríamos de sacar la estadística: ¿de 100 golfistas, sean amateurs o profesionales, cuántos asistieron con el Pro y cuántos salieron del barrio? La respuesta, que ni duda quepa, se inclina hacia un solo lado y sus aficionados lo saben, de ahí que se sigan maravillando con el caddie, que además de echarle agüita a los bastones, tira trescientas yardas y en un día de suerte completa el par de campo.
De unos años a la fecha viene ganando fama el futgolf, o golfut, o footie, como lo llaman en el Reino Unido. Se trata básicamente de una asimilación del futbol al golf, una combinación predecible de dos aficiones que no hallaban manera de encontrarse. Se juega bajo las mismas reglas y circunstancias del golf, pero pateando un balón de futbol sala. La actividad ha suscitado toda clase de emociones al punto de contar con su organismo internacional, que a su vez se conforma por pequeñas asociaciones nacionales. Según esto lo idearon, creo, los holandeses, aunque estoy seguro que lo pudo haber patentado un niño en el recreo mucho antes que ellos. Se sustituye el bastón por la pierna y la bola por el balón. Todo lo demás, en apariencia, permanece intacto.
El juego es burdo en comparación con el futbol y el golf. Bastaría ver unos cuantos videos para atestiguar que sus practicantes parecen estar inventando algo en lugar de estar jugando a algo. La palabra, digamos, es nueva, pero el concepto es viejo y conocido; no es complicado reconocer la procedencia de la fusión. No suscribo la iniciativa por dos motivos: el nombrecito es ostentoso, pues nos dirige inmediatamente a sus predecesores, cuando en realidad no se hace gala ni de uno ni del otro; la pierna jamás va a suplantar al bastón ni el balón a la bola, pues lo que se hace con la pierna y el balón y lo que se hace con el bastón y la bola pertenecen a magias enteramente distintas, y prefiero presenciarlas en su terreno natural.
No suscribo la iniciativa, pero la aplaudo, porque más allá de aglutinar las reglas de un deporte y practicarla con la materia prima del otro, el footie representa la única oportunidad en tiempos recientes de acercar el golf a quienes probablemente jamás habían considerado si quiera comprenderlo. Para jugarlo no hay que saber de futbol, pero sí de golf, de tal modo que esta tentativa de aproximación a su dinámica exige al jugador de footie intuiciones generales. Pero más importante aún es apuntar que la verdadera aportación del futbol al footie no son los tachones ni el balón, sino el espíritu de cascarita que permea la invención, ese placer que sólo se obtiene de los juegos inventados a la medida de la mano. Sus jugadores no comparten ese ambiente monasterial que caracteriza a los torneos profesionales, sino el revuelo escandaloso de quien está cascareando.
El footie posee una particularidad que acaso liberaría al golf de sus estatutos excluyentes: la informalidad. El footie, si es que pide algo el jueguito éste, es patear el balón y, en la medida de lo posible, incrustarlo en el hoyo en la menor cantidad de tiros posibles. Por el júbilo que demuestran sus participantes, nunca se había jugado golf con tanta ligereza. Puede ser que posteriormente emanen los virtuosos del footie, pero hasta el momento me parece un juego que demanda más curiosidad que talento. Y eso, al golf, le resulta inconcebible.
La cascarita es lo que devuelve al futbol la recreación, y de paso lo regresa a la cotidianidad, a ese lugar donde imaginamos que determina nuestro accionar diario. Si algo toma prestado el footie del futbol es eso nada más. No veo probable que algún día aquella frase de Javier Marías en la que sostenía que el futbol es la recuperación semanal de la infancia pueda aplicársele al golf. El footie podría ser lo más cercano a ello.