
Hablarle a la Bola
24/02/2014 I Eduardo Aguirre | Ver más entradas

Hablarle a la bola
A mi papá.
A fuerza de pura fe, la superstición del deportista termina siendo un tremendo paliativo para su juego. Digamos, por ahora, que resulta ineludible la intromisión de las creencias en momentos cruciales, sobre todo si consideramos las consecuencias personalísimas que acaso podría tener abandonar el ritual.
De una u otra manera el jugador sucumbe a la angustia y mira al cielo, levanta las manos, se hinca y encomienda su desempeño a una omnipresencia. Es fácil imaginar la escena, pues o lo hacemos o hemos visto que la gente lo hace: el futbolista se persigna al entrar de cambio; el basquetbolista balbucea un rezo previo al tiro libre; el beisbolista no pisa la raya que conecta la tercera con el home; el boxeador besa sus cadenas, y así consecutivamente.
El golf no está exento de superchería. El vínculo entre el golfista y el juego se presta a toda clase de protocolos cabalísticos. Uno de ellos es hablar con la bola; pero hablar con la bola es un decir en exceso respetuoso, puesto que, en realidad, el golfista no habla con la bola, le ordena que suba, que caiga, que avance, que llegue. Pero la bola nunca obedece, por eso algunos acostumbran a hablarle con dulzura para ver si así hace caso. Decir que se habla con la bola supondría acordar que la bola nos responde, no obstante permanece siempre en silencio, rodando hacia donde se le ocurra ir.
Empoderado con su bastón, se supondría que el golfista manda. Tendría que ser él quien ordene su trayecto, y para desgracia del jugador, la bola nunca va (o rara vez se queda) en donde uno quiere que esté, ahí, quietecita, lista para el siguiente golpe. La gran mayoría de las pelotas son caprichosas; es decir, a veces sí y a veces no, y por más que se le profieran los más bellos halagos, por mayor afabilidad con la que se le trate, el golfista continúa rogándole ayuda con un birdie.
El golfista se empeña en tener control sobre básicamente cualquier asunto concerniente a su swing: la velocidad, las caderas, la mirada, la fuerza, el parado, y aún así, transcurridos los años, después de horas y horas en el driving range, parece que el único aspecto que escapa a su compresión golfística es el comportamiento de la bola. Pero la pelota tiene razón: toda ocasión en la que el golfista cree que la bola obedece —ojo, el golfista cree que la bola obedece— no le retribuye el gesto en lo más mínimo. En todo caso la indiferencia sería mutua, pues alguien a quien se le pide tanto y se le reconoce tan poco es propenso a la ingratitud.
Todo jugador empecinado en hablar con su pelota acuerda una complicidad y, además, agrega un factor místico que compite en ocasiones con él y en otras contra él. El golfista que habla con su bola ya no depende de sí mismo, sino de su juego y de los berrinches de la bola con la que escogió jugar (porque es titleist, porque es rosa, porque la tocó Lorena Ochoa…). Así la cosa, la creencia de que el golf es un juego solitario queda abolida por la misma hipótesis del jugador. Suficientes son las contingencias que el golfista tiene que enfrentar en el campo para andar inventándose otro rival. Y eso, en el golf, antes de cualquier error que señalen los pros, los libros de Nick Faldo o los tutoriales en Youtube, representa el primer revés.
El único momento en que se tiene control de la pelota es en el impacto, precisamente cuando el golfista no le ha concedido el permiso de hacer lo que se le pegue la gana en el aire. Hablarle a la bola, pedirle que haga cosas, es tan complicado como predecir el vuelo de una mosca. El golf, como todo deporte, contiene matices azarosos, pero no se determina por factores místicos. Me parece que dejar el resultado de mi desempeño en manos divinas, o en afirmaciones esotéricas, es un volado perdido.
La pelota de golf no cuenta con voluntad propia. Si al golfista se le ocurre adjudicarle propiedades inteligentes, más le vale no hacer corajes cuando la bola actúe con atrevimientos inusitados, o de lo contrario, cuando la gloria llegue, que por lo menos se lo agradezca.