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Who cares if a golfer snorts cocaine

22/09/2014   I  Eduardo Aguirre   | Ver más entradas  

 

Who Cares if a golfer snorts cocaine

                                                                                                                                   

La escena fue más o menos así: allá por el 2010, en Tres Marías, en el marco de la despedida de Lorena Ochoa, un grupo de jóvenes claramente frustrados con el ambiente monasterial del golf, anidaron en la orilla del green del hoyo 18. Acompañados con cervezas de litro, se dieron a la tarea de golpetear el suelo —emulando el sonido de redoble— toda ocasión que el golfista fuera a embocar su último tiro. El gesto no molesto a muchos; de hecho, suscitó risitas discretas en  algunos espectadores igual de fastidiados que ellos, pues hay que decirlo sin tapujos: los torneos de la LPGA a los que me ha tocado asistir en Tres Marías, campo de colinas infinitas, los únicos que caminaban los 18 hoyos con entusiasmo eran los papás de Michel Wie; era complicado disfrutar del juego si estamos corriendo un maratón al mismo tiempo. El grupo de amigos popularizó su chiste al punto de extenderlo a los hoyos 5 y 9 del campo, donde poco a poco fueron agregándole nuevos matices. El asunto corría sin contratiempo hasta que uno de ellos tuvo la ocurrencia de incorporar al redoble un «¡eeeeh, puto!» , grito que coincidía con el impacto del bastón con la bola. Las aguas se dividieron parcialmente entre quienes no creyeron que el golf, como en ningún deporte, la pasión deba estar ahogada por tres horas continuas, y entre quienes se jactaron de una comprensión finísima entre el swing y el silencio. Sin embargo, el chistorete tuvo poco eco —quizá cinco o seis jugadores sufrieron las inclemencias de la mexicanada— y los muchachos fueron sacados del campo. Las muecas del personal de seguridad cambiaron drásticamente, se duplicó la cantidad de personas con paletas de silence y el torneo regresó a ser el lugar de los buenos modales deportivos.

 

El domingo de aquel fin de semana el golf perdió el estilo. Entre redoble y redoble, sus aficionados extraviaron el monóculo y el sombrero de copa. Se permitieron, oh Dios, intercambiar el sollozo compungido por la euforia impertinente; el aplauso controlado —como si se tratase del Cirque du Solei— por el alarido pambolero. La confusión parece extremadamente normal en México: los asistentes vieron verde, vieron gente, les dieron cerveza y creyeron que estaban en el Estadio Morelos. Quién los culpa, si seguramente fueron de los muchos acarreados que recibieron dos boletos gratis en cualquier establecimiento comercial que patrocinaba el evento. Los intrépidos aficionados que les siguieron el jueguito terminaron por desperdigarse en el resto de los hoyos y no se presentó ningún otro sobresalto en el torneo.

 

Como sucede toda vez que un loquito desnudo entra al fairway con la leyenda “hoyo 19” sobre su espalda y una flecha apuntando hacia sus nalgas, se resquebraja la lógica de un deporte que ha pasado los últimos cien años sin ninguna sorpresa mayúscula salvo las que suscita, por ejemplo, un hoyo en uno o un desempate apretadísimo. El golf es de los pocos deportes en el que el aficionado no forma parte de la gesta —acaso como el tenis, pero recordemos que ellos tienen una muy buena (y desafortunada) anécdota: en 1993, un aficionado saltó de la tribuna a la cancha y acuchilló a Monica Seles en la espalda. La tenista no volvió sino hasta después de dos años. El aficionado al golf no tienen peso dado que su presencia, silenciosa y expectante, los obliga a comportarse con corrección. El fanático del golf tiene la mirada de un anciano moribundo dándole de comer a las palomas. No es un deporte que le pertenezca al mundo, pero sería una imprecisión decir que no cuenta con los fanáticos suficientes para pasar desapercibido. ¿Cuántas anécdotas se pueden contar del golf que incluyan las peripecias de sus aficionados? En los campos no se ven mantas ni carteles; no hay zonas específicas para masas ruidosas. ¿Hay si quiera registro una riña que vaya más allá de las palabras? El golf, ya sea por sus aficionados o por sus jugadores, no es un deporte que se caracterice por escándalos. El golf es un deporte que inicia el jueves y termina el domingo, y esa clase de monotonías no se presta a ser comidilla de los medios de comunicación. Cualquier asunto que transgreda el green se aplaca tan pronto comienza el siguiente torneo.

 

No se trata, por supuesto, de tener una especie de hinchas argentinos desviviéndose por Jordan Spieth (aunque, yo digo, ¿qué tanto daño le haría al golf tantito más bullicio?). Pero el golf no se parece al resto de los deportes, y quizá por ello se viene enterando que las drogas existen. Aunque lo más probable es que ya lo supieran, era necesario escandalizarse para no levantar las sospechas propias de una desatención deliberada. Un deporte que extiende el silencio del campo a sus escándalos mediáticos no puede estar libre de drogas. Hasta el críquet —un deporte que nadie termina por entender— lo había advertido con anticipación. La reciente publicación del caso de Dustin Johnson sobre consumo de cocaína ha cuarteado el muro de cristal que los rodea, dando pie a un sinnúmero de artículos periodísticos sobre lo enclenque del reglamento antidoping, y de paso, un chismerío que embarró a muchos golfistas que no habían sido descubiertos. El cuadro es sumamente conocido en todos y cada uno de los deportes donde los estadounidenses tienen control, nomás se avista un bicho y debajo de la piedra sale toda la plaga: los esteroides en el béisbol, el racismo en el básquet, violencia doméstica en el fútbol americano y ahora cocaína y marihuana en el golf. 

 

Situaciones como éstas son parecidas a la de sus pocos aficionados temerarios. Las dos equivalen a una irrupción, a un corte en la cadena lógica del juego. Puesto que el golf no está acostumbrado ni a aficionados comunes y corrientes —es decir, a esa clase de fanáticos que hacen gala de su pasión mediante artificios desvergonzados— ni a jugadores deshonren el juego, cualquier atisbo de obscenidad estaré lejos de ser un sustito nada más. ¿Qué descubre uno cuando se entera que la esposa de Tiger Woods lo persiguió por su casa con un bastón 7 en mano porque descubrió que le era infiel? ¿Qué descubre uno verdaderamente cuando se entera que no sólo le fue infiel sino que gustaba del rol playing con su amante? Vaya, ¿qué podemos concluir de estar al tanto de las perversiones de Tiger Woods? En realidad nada; a lo sumo nos lamentamos por él, pues ningún hombre tendría que ir a rendir cuentas de su deseo ante la hoguera social, y mucho menos en pos de la sanidad en el golf.

 

Tarde o temprano, cada deporte tiene que salir en defensa de los suyos, pero al golf le tocó muy tarde, en un tiempo donde a nadie alarma que el consumo de alguna sustancia ilícita permee sus filas. A raíz del caso de Dustin Johnson, el comediante Chris Rock publicó en redes sociales «Who cares if a golfer snorts cocaine». Cualquiera que sea nuestra respuesta al comentario de Rock develará nuestra postura frente al caso. El enunciado no lleva signos de interrogación, sin embargo, plantea una interrogante: no es que a quién le importa, más bien ¿ a quién le sorprende?

 

 

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